El número 24
me es fatal: si tuviera que probarlo diría que en día 24 nací. Doce veces al año
amanece sin embargo un día 24; soy supersticioso, porque el corazón del hombre
necesita creer algo, y cree mentiras cuando no encuentra verdades que creer; sin
duda por esa razón creen los amantes, los casados y los pueblos a sus ídolos, a
sus consortes y a sus Gobiernos, y una de mis supersticiones consiste en creer
que no puede haber para mí un día 24 bueno. El día 23 es siempre en mi
calendario víspera de desgracia, y a imitación de aquel jefe de policía ruso que
mandaba tener prontas las bombas las vísperas de incendios, así yo desde el 23
me prevengo para el siguiente día de sufrimiento y resignación, y, en dando las
doce, ni tomo vaso en mi mano por no romperle, ni apunto carta por no perderla,
ni enamoro a mujer porque no me diga que sí, pues en punto a amores tengo otra
superstición: imagino que la mayor desgracia que a un hombre le puede suceder es
que una mujer le diga que le quiere. Si no la cree es un tormento, y si la
cree... ¡Bienaventurado aquel a quien la mujer dice «no quiero», porque ése a lo
menos oye la verdad!
El último día
23 del año 1836 acababa de expirar en la muestra de mi péndola, y consecuente en
mis principios supersticiosos, ya estaba yo agachado esperando el aguacero y sin
poder conciliar el sueño. Así pasé las horas de la noche, más largas para el
triste desvelado que una guerra civil; hasta que por fin la mañana vino con paso
de intervención, es decir, lentísimamente, a teñir de púrpura y rosa las
cortinas de mi estancia.
El día
anterior había sido hermoso, y no sé por qué me daba el corazón que el día 24
había de ser «día de agua». Fue peor todavía: amaneció nevando. Miré el
termómetro y marcaba muchos grados bajo cero; como el crédito del Estado.
Resuelto a no
moverme porque tuviera que hacerlo todo la suerte este mes, incliné la frente,
cargada como el cielo de nubes frías, apoyé los codos en mi mesa y paré tal que
cualquiera me hubiera reconocido por escritor público en tiempo de libertad de
imprenta, o me hubiera tenido por miliciano nacional citado para un ejercicio.
Ora vagaba mi vista sobre la multitud de artículos y folletos que yacen
empezados y no acabados ha más de seis meses sobre mi mesa, y de que sólo
existen los títulos, como esos nichos preparados en los cementerios que no
aguardan más que el cadáver; comparación exacta, porque en cada artículo
entierro una esperanza o una ilusión. Ora volvía los ojos a los cristales de mi
balcón; veíalos empañados y como llorosos por dentro; los vapores condensados se
deslizaban a manera de lágrimas a lo largo del diáfano cristal; así se empaña la
vida, pensaba; así el frío exterior del mundo condensa las penas en el interior
del hombre, así caen gota a gota las lágrimas sobre el corazón. Los que ven de
fuera los cristales los ven tersos y brillantes; los que ven sólo los rostros
los ven alegres y serenos...
Haré merced a
mis lectores de las más de mis meditaciones; no hay periódicos bastantes en
Madrid, acaso no hay lectores bastantes tampoco. ¡Dichoso el que tiene oficina!
¡Dichoso el empleado aun sin sueldo o sin cobrarlo, que es lo mismo! Al menos no
está obligado a pensar, puede fumar, puede leer la Gaceta.
–¡Las cuatro!
¡La comida! –me dijo una voz de criado, una voz de entonación servil y sumisa;
en el hombre que sirve hasta la voz parece pedir permiso para sonar.
Esta palabra
me sacó de mi estupor, e involuntariamente iba a exclamar como don Quijote:
«Come, Sancho hijo, come, tú que no eres caballero andante y que naciste para
comer»; porque al fin los filósofos, es decir, los desgraciados, podemos no
comer, pero ¡los criados de los filósofos! Una idea más luminosa me ocurrió: era
día de Navidad. Me acordé de que en sus famosas saturnales los romanos trocaban
los papeles y que los esclavos podían decir la verdad a sus amos. Costumbre
humilde, digna del cristianismo. Miré a mi criado y dije para mí: «Esta noche me
dirás la verdad». Saqué de mi gaveta unas monedas; tenían el busto de los
monarcas de España: cualquiera diría que son retratos; sin embargo, eran
artículos de periódico. Las miré con orgullo:
–Come y bebe
de mis artículos –añadí con desprecio–; sólo en esa forma, sólo por medio de esa
estratagema se pueden meter los artículos en el cuerpo de ciertas gentes.
Una risa
estúpida se dibujó en la fisonomía de aquel ser que los naturalistas han tenido
la bondad de llamar racional sólo porque lo han visto hombre. Mi criado se rió.
Era aquella risa el demonio de la gula que reconocía su campo.
Tercié la
capa, calé el sombrero y en la calle.
¿Qué es un
aniversario? Acaso un error de fecha. Si no se hubiera compartido el año en
trescientos sesenta y cinco días, ¿qué sería de nuestro aniversario? Pero al
pueblo le han dicho: «Hoy es un aniversario», y el pueblo ha respondido: «Pues
si es un aniversario, comamos, y comamos doble». ¿Por qué come hoy más que ayer?
O ayer pasó hambre u hoy pasará indigestión. Miserable humanidad, destinada
siempre a quedarse más acá o ir más allá.
Hace mil
ochocientos treinta y seis años nació el Redentor del mundo; nació el que no
reconoce principio y el que no reconoce fin; nació para morir. ¡Sublime
misterio!
¿Hay misterio
que celebrar? «Pues comamos», dice el hombre; no dice: «Reflexionemos». El
vientre es el encargado de cumplir con las grandes solemnidades. El hombre tiene
que recurrir a la materia para pagar las deudas del espíritu. ¡Argumento
terrible en favor del alma!
Para ir desde
mi casa al teatro es preciso pasar por la plaza tan indispensablemente como es
preciso pasar por el dolor para ir desde la cuna al sepulcro. Montones de
comestibles acumulados, risa y algazara, compra y venta, sobras por todas partes
y alegría. No pudo menos de ocurrirme la idea de Bilbao: figuróseme ver de
pronto que se alzaba por entre las montañas de víveres una frente altísima y
extenuada; una mano seca y roída llevaba a una boca cárdena, y negra de morder
cartuchos, un manojo de laurel sangriento. Y aquella boca no hablaba. Pero el
rostro entero se dirigía a los bulliciosos liberales de Madrid, que traficaban.
Era horrible el contraste de la fisonomía escuálida y de los rostros alegres.
Era la reconvención y la culpa, aquélla agria y severa, ésta indiferente y
descarada.
Todos
aquellos víveres han sido aquí traídos de distintas provincias para la colación
cristiana de una capital. En una cena de ayuno se come una ciudad a las demás.
¡Las cinco!
Hora del teatro: el telón se levanta a la vista de un pueblo palpitante y
bullicioso. Dos comedias de circunstancias, o yo estoy loco. Una representación
en que los hombres son mujeres y las mujeres hombres. He aquí nuestra época y
nuestras costumbres. Los hombres ya no saben sino hablar como las mujeres, en
congresos y en corrillos. Y las mujeres son hombres, ellas son las únicas que
conquistan. Segunda comedia: un novio que no ve el logro de su esperanza; ese
novio es el pueblo español: no se casa con un solo Gobierno con quien no tenga
que reñir al día siguiente. Es el matrimonio repetido al infinito.
Pero las
orgías llaman a los ciudadanos. Ciérranse las puertas, ábrense las cocinas. Dos
horas, tres horas, y yo rondo de calle en calle a merced de mis pensamientos. La
luz que ilumina los banquetes viene a herir mis ojos por las rendijas de los
balcones; el ruido de los panderos y de la bacanal que estremece los pisos y las
vidrieras se abre paso hasta mis sentidos y entra en ellos como cuña a mano,
rompiendo y desbaratando.
Las doce van
a dar: las campanas que ha dejado la junta de enajenación en el aire, y que en
estar en el aire se parecen a todas nuestras cosas, citan a los cristianos al
oficio divino. ¿Qué es esto? ¿Va a expirar el 24 y no me ha ocurrido en él más
contratiempo que mi mal humor de todos los días? Pero mi criado me espera en mi
casa como espera la cuba al catador, llena de vino; mis artículos hechos moneda,
mi moneda hecha mosto se ha apoderado del imbécil como imaginé, y el asturiano
ya no es hombre; es todo verdad.
Mi criado
tiene de mesa lo cuadrado y el estar en talla al alcance de la mano. Por tanto
es un mueble cómodo; su color es el que indica la ausencia completa de aquello
con que se piensa, es decir, que es bueno; las manos se confundirían con los
pies, si no fuera por los zapatos y porque anda casualmente sobre los últimos; a
imitación de la mayor parte de los hombres, tiene orejas que están a uno y otro
lado de la cabeza como los floreros en una consola, de adorno, o como los
balcones figurados, por donde no entra ni sale nada; también tiene dos ojos en
la cara; él cree ver con ellos, ¡qué chasco se lleva! A pesar de esta pintura,
todavía sería difícil reconocerle entre la multitud, porque al fin no es sino un
ejemplar de la grande edición hecha por la Providencia de la humanidad, y que yo
comparo de buena gana con las que suelen hacer los autores: algunos ejemplares
de regalo finos y bien empastados; el surtido todo igual, ordinario y a la
rústica.
Mi criado
pertenece al surtido. Pero la Providencia, que se vale para humillar a los
soberbios de los instrumentos más humildes, me reservaba en él mi mal rato del
día 24. La verdad me esperaba en él y era preciso oírla de sus labios impuros.
La verdad es como el agua filtrada, que no llega a los labios sino al través del
cieno. Me abrió mi criado, y no tardé en reconocer su estado.
–Aparta,
imbécil –exclamé empujando suavemente aquel cuerpo sin alma que en uno de sus
columpios se venía sobre mí–. ¡Oiga! Está ebrio. ¡Pobre muchacho! ¡Da lástima!
Me entré de
rondón a mi estancia; pero el cuerpo me siguió con un rumor sordo e
interrumpido; una vez dentro los dos, su aliento desigual y sus movimientos
violentos apagaron la luz; una bocanada de aire colada por la puerta al abrirme
cerró la de mi habitación, y quedamos dentro casi a oscuras yo y mi criado, es
decir, la verdad y Fígaro, aquélla en figura de hombre beodo arrimada a los pies
de mi cama para no vacilar y yo a su cabecera, buscando inútilmente un fósforo
que nos iluminase.
Dos ojos
brillaban como dos llamas fatídicas en frente de mí; no sé por qué misterio mi
criado encontró entonces, y de repente, voz y palabras, y habló y raciocinó;
misterios más raros se han visto acreditados; los fabulistas hacen hablar a los
animales, ¿por qué no he de hacer yo hablar a mi criado? Oradores conozco yo de
quienes hace algún tiempo no hubiera hecho una pintura más favorable que de mi
astur y que han roto sin embargo a hablar, y los oye el mundo y los escucha, y
nadie se admira.
En fin, yo
cuento un hecho; tal me ha pasado; yo no escribo para los que dudan de mi
veracidad; el que no quiera creerme puede doblar la hoja, eso se ahorrará tal
vez de fastidio; pero una voz salió de mi criado, y entre ella y la mía se
estableció el siguiente diálogo:
–Lástima
–dijo la voz, repitiendo mi piadosa exclamación–. ¿Y por qué me has de tener
lástima, escritor? Yo a ti, ya lo entiendo.
–¿Tú a mí?
–pregunté sobrecogido ya por un terror supersticioso; y es que la voz empezaba a
decir verdad.
–Escucha: tú
vienes triste como de costumbre; yo estoy más alegre que suelo. ¿Por qué ese
color pálido, ese rostro deshecho, esas hondas y verdes ojeras que ilumino con
mi luz al abrirte todas las noches? ¿Por qué esa distracción constante y esas
palabras vagas e interrumpidas de que sorprendo todos los días fragmentos
errantes sobre tus labios? ¿Por qué te vuelves y te revuelves en tu mullido
lecho como un criminal, acostado con su remordimiento, en tanto que yo ronco
sobre mi tosca tarima? ¿Quién debe tener lástima a quién? No pareces criminal;
la justicia no te prende al menos; verdad es que la justicia no prende sino a
los pequeños criminales, a los que roban con ganzúas o a los que matan con
puñal; pero a los que arrebatan el sosiego de una familia seduciendo a la mujer
casada o a la hija honesta, a los que roban con los naipes en la mano, a los que
matan una existencia con una palabra dicha al oído, con una carta cerrada, a
esos ni los llama la sociedad criminales, ni la justicia los prende, porque la
víctima no arroja sangre, ni manifiesta herida, sino agoniza lentamente
consumida por el veneno de la pasión que su verdugo le ha propinado. ¡Qué de
tísicos han muerto asesinados por una infiel, por un ingrato, por un
calumniador! Los entierran; dicen que la cura no ha alcanzado y que los médicos
no la entendieron. Pero la puñalada hipócrita alcanzó e hirió el corazón. Tú
acaso eres de esos criminales y hay un acusador dentro de ti, y ese frac
elegante y esa media de seda, y ese chaleco de tisú de oro que yo te he visto
son tus armas maldecidas.
–Silencio,
hombre borracho.
–No; has de
oír al vino una vez que habla. Acaso ese oro que a fuer de elegante has ganado
en tu sarao y que vuelcas con indiferencia sobre tu tocador es el precio del
honor de una familia. Acaso ese billete que desdoblas es un anónimo embustero
que va a separar de ti para siempre la mujer que adorabas; acaso es una prueba
de la ingratitud de ella o de su perfidia. Más de uno te he visto morder y
despedazar con tus uñas y tus dientes en los momentos en que el buen tono cede
el paso a la pasión y a la sociedad.
»Tú buscas la
felicidad en el corazón humano, y para eso le destrozas, hozando en él, como
quien remueve la tierra en busca de un tesoro. Yo nada busco, y el desengaño no
me espera a la vuelta de la esperanza. Tú eres literato y escritor, y ¡qué
tormentos no te hace pasar tu amor propio, ajado diariamente por la indiferencia
de unos, por la envidia de otros, por el rencor de muchos! Preciado de gracioso,
harías reír a costa de un amigo, si amigos hubiera, y no quieres tener
remordimiento. Hombre de partido, haces la guerra a otro partido; a cada
vencimiento es una humillación, o compras la victoria demasiado cara para gozar
de ella. Ofendes y no quieres tener enemigos. ¿A mí quién me calumnia? ¿Quién me
conoce? Tú me pagas un salario bastante a cubrir mis necesidades; a ti te paga
el mundo como paga a los demás que le sirven. Te llamas liberal y despreocupado,
y el día que te apoderes del látigo azotarás como te han azotado. Los hombres de
mundo os llamáis hombres de honor y de carácter, y a cada suceso nuevo cambiáis
de opinión, apostatáis de vuestros principios. Despedazado siempre por la sed de
gloria, inconsecuencia rara, despreciarás acaso a aquellos para quienes escribes
y reclamas con el incensario en la mano su adulación; adulas a tus lectores para
ser de ellos adulado; y eres también despedazado por el temor, y no sabes si
mañana irás a coger tus laureles a las Baleares o a un calabozo.
–¡Basta,
basta!
–Concluyo; yo
en fin no tengo necesidades; tú, a pesar de tus riquezas, acaso tendrás que
someterte mañana a un usurero para un capricho innecesario, porque vosotros
tragáis oro, o para un banquete de vanidad en que cada bocado es un tósigo. Tú
lees día y noche buscando la verdad en los libros hoja por hoja, y sufres de no
encontrarla ni escrita. Ente ridículo, bailas sin alegría; tu movimiento
turbulento es el movimiento de la llama, que, sin gozar ella, quema. Cuando yo
necesito de mujeres echo mano de mi salario y las encuentro, fieles por más de
un cuarto de hora; tú echas mano de tu corazón, y vas y lo arrojas a los pies de
la primera que pasa, y no quieres que lo pise y lo lastime, y le entregas ese
depósito sin conocerla. Confías tu tesoro a cualquiera por su linda cara, y
crees porque quieres; y si mañana tu tesoro desaparece, llamas ladrón al
depositario, debiendo llamarte imprudente y necio a ti mismo.
–Por piedad,
déjame, voz del infierno.
–Concluyo:
inventas palabras y haces de ellas sentimientos, ciencias, artes, objetos de
existencia. ¡Política, gloria, saber, poder, riqueza, amistad, amor! Y cuando
descubres que son palabras, blasfemas y maldices. En tanto el pobre asturiano
come, bebe y duerme, y nadie le engaña, y, si no es feliz, no es desgraciado, no
es al menos hombre de mundo, ni ambicioso ni elegante, ni literato ni enamorado.
Ten lástima ahora del pobre asturiano. Tú me mandas, pero no te mandas a ti
mismo. Tenme lástima, literato. Yo estoy ebrio de vino, es verdad; pero tú lo
estás de deseos y de impotencia...!
Un ronco
sonido terminó el diálogo; el cuerpo, cansado del esfuerzo, había caído al
suelo; el órgano de la Providencia había callado, y el asturiano roncaba.
«¡Ahora te conozco –exclamé– día 24!»
Una lágrima
preñada de horror y de desesperación surcaba mi mejilla, ajada ya por el dolor.
A la mañana, amo y criado yacían, aquél en el lecho, éste en el suelo. El
primero tenía todavía abiertos los ojos y los clavaba con delirio y con delicia
en una caja amarilla donde se leía «mañana». ¿Llegará ese «mañana» fatídico?
¿Qué encerraba la caja? En tanto, la noche buena era pasada, y el mundo
todo, a mis barbas, cuando hablaba de ella, la seguía llamando noche
buena.
El Redactor
General, n.º 42, 26 de diciembre de 1836.