domingo, 30 de diciembre de 2012

ANTECRÍTICA


 “LO QUE RAQUEL MELLER SIGNIFICÓ PARA EL CUPLÉ Y VICEVERSA”

  El próximo miércoles 9 de enero a las 16 hs tendrá lugar la Conferencia Concierto en la Sala García Lorca de la Resad, que lleva por título “Lo que Raquel Meller significó para el cuplé y viceversa”. El acto, coordinado por el Área de Música, será presentado por Pedro Víllora y escenificado por la cupletista Olga María Ramos, acompañada por el pianista Miguel Tubía.

  Olga María Ramos es considerada la intérprete más representativa de cuplé en la actualidad. Es hija de la legendaria cantante y violinista Olga Ramos, con la que compartió escenario durante mucho tiempo, y del gran compositor Enrique Ramírez de Gamboa, El Cipri.

  En este encuentro, Olga Mª nos hablará de la figura del cuplé, - según ella “mucho más que un género musical”-, y de la importancia que en él tuvo la cantante, cupletista y actriz de cine Raquel Meller (1888-1962), que durante los años 20 y 30 del pasado siglo fue la artista española de mayor éxito internacional, estrenando famosas canciones como La Violetera de José Padilla.

Raquel Meller. Revista Caras y Caretas (Buenos Aires).
29/09/1928, n. 1565, página 86., digitalizado por la Biblioteca Nacional de España.


  Olga Mª, que es además la escritora de De Madrid al cuplé, calificado como “la Biblia del cuplé”, probablemente nos deleitará también recitando palabras escritas por su padre que reflejan el amor de esta familia por este género:
El cuplé es galanura.
El cuplé es picardía.
Tiene mucho de ternura, de nostalgia, de alegría.
El cuplé es la chulapa, que en dar celos se recrea.
Es el garbo de la guapa
y la suerte de la fea.
Es relicario de la tragedia torera.
Es la cuenta del rosario de la novia que le espera…

  Y así, entre palabras y música, de la mano de Olga Mª, tendremos la oportunidad de conocer a Raquel Meller, a quien la madre de Olga calificaba como “la cantactriz del cuplé” alegando que este género no sólo es musical sino que además es necesario interpretar.

  Una bonita forma de empezar el año en la Resad: trasladándonos al pasado de la mano de Olga María Ramos, “la hija del cuplé”. Porque sólo sabiendo de dónde venimos, podemos intuir hacia dónde queremos ir.

sábado, 22 de diciembre de 2012

Crítica mínima




Historias mínimas, de Javier Tomeo. Dirección de Gonzalo Azcona, Bárbara Risso, Rosel Murillo, Carlos Tuñón, Antonio Domínguez, Rebeca Sanz y Amanda Marinas. Con Laura Salido, Pablo Gallego, Raquel Pardo... Real Escuela Superior de Arte Dramático (Madrid). 12 y 13 de diciembre, 19h.

¿Qué significa la palabra ‘estilo’? ¿Debería un director o una directora de escena hacer de la búsqueda del estilo su principal preocupación? ¿Cuántos directores y directoras pueden considerarse en posesión de un estilo artístico propio?

Historias mínimas, conjunto atomizado de textos narrativos del inclasificable Javier Tomeo, ha sido puesto en escena por siete directores y directoras del tercer curso de Dirección Escénica, coordinados por el profesor Eduardo Vasco: Gonzalo Azcona, Bárbara Risso, Rosel Murillo, Rebeca Sanz, Carlos Tuñón, Antonio Domínguez y Amanda Marinas.

El recorrido por las distintas piezas ofrece justamente una visión de diferentes estilos, o por lo menos de la búsqueda, en muchos casos no consciente, de vías personales de expresión. El resultado, aunque no es igual de luminoso en todos los casos, sí muestra estos universos personales que comienzan a fraguarse. Y constatar esto es emocionante.

Porque el estilo puede surgir como algo negativo, que encierra y limita las posibilidades expresivas cuando su búsqueda se convierte en una obsesión. Si el estilo surge en cambio de forma natural, no forzada, lo que se muestra, lo que se disfruta sobre el escenario posee una autenticidad genuina, una verdad imposible de lograr de manera impostada.

Y hay verdad en cada una de las piezas representadas. En la de Bárbara Risso, que ha creado un fragmento de microcosmos a medio camino entre el ritual artaudiano y la visceralidad trágica y corporal que mueve a sus actrices y a su actor sobre el escenario. Presididos por ese violinista-demiurgo que se mantiene en la sombra, y que arroja una interesante lectura metafísica de la música, así considerada, para la escena.

En la de Amanda Marinas, también creadora de un universo mágico con una pizca más bien grande de absurdo, y que quizá podría haber sido explorado con mayor profundidad.

En la de Rebeca Sanz, que profundiza en la relación de una madre y su hijo en un contexto con referencias explícitas a la crisis económica y la precariedad que de ella resulta, por medio de una utilización tragicómica de la música y otros elementos escénicos.

En la de Antonio Domínguez, que recrea un universo mágico con reminiscencias muy cinematográficas, y que logra revestir de dignidad un texto muy desnudo y nada agradecido.

En la de Carlos Tuñón, también con claros referentes de estética cinematográfica, aunque con una construcción de imágenes no exenta de ciertos tópicos.

En la de Rosel Murillo, seguramente una de las mejores por su sorprendente sencillez, su sentido cómico del ritmo y su habilidad para construir un universo de sentido en solo unas pequeñas pero eficaces pinceladas.

Y también en la de Gonzalo Azcona que, con una intención claramente brechtiana, inaugura el montaje en una interacción permanente, aunque no completamente lograda, con el público.

Lo mejor de la muestra, sin duda, la observación de esta variedad de estilos distintos, que siempre es enriquecedora sobre el escenario; el trabajo en la dirección actoral, verdaderamente brillante en algunos casos; y la creación de ciertas imágenes de enorme potencia visual. Lo peor, también la dirección de actores, no lograda en todos los casos, y cierto déficit de dramaturgia en algunos otros.

En cualquier caso, tenemos a cuatro directoras y tres directores a la búsqueda no forzada, quizá ni siquiera pretendida, de un estilo propio, de un universo personal de significado. Eso supone un acto de honestidad en todos los casos. Y, como tal, se aplaude y se agradece.

lunes, 17 de diciembre de 2012

La Nochebuena de 1836. Yo y mi criado. Delirio filosófico. M. J. de Larra.

 
 
El número 24 me es fatal: si tuviera que probarlo diría que en día 24 nací. Doce veces al año amanece sin embargo un día 24; soy supersticioso, porque el corazón del hombre necesita creer algo, y cree mentiras cuando no encuentra verdades que creer; sin duda por esa razón creen los amantes, los casados y los pueblos a sus ídolos, a sus consortes y a sus Gobiernos, y una de mis supersticiones consiste en creer que no puede haber para mí un día 24 bueno. El día 23 es siempre en mi calendario víspera de desgracia, y a imitación de aquel jefe de policía ruso que mandaba tener prontas las bombas las vísperas de incendios, así yo desde el 23 me prevengo para el siguiente día de sufrimiento y resignación, y, en dando las doce, ni tomo vaso en mi mano por no romperle, ni apunto carta por no perderla, ni enamoro a mujer porque no me diga que sí, pues en punto a amores tengo otra superstición: imagino que la mayor desgracia que a un hombre le puede suceder es que una mujer le diga que le quiere. Si no la cree es un tormento, y si la cree... ¡Bienaventurado aquel a quien la mujer dice «no quiero», porque ése a lo menos oye la verdad!

El último día 23 del año 1836 acababa de expirar en la muestra de mi péndola, y consecuente en mis principios supersticiosos, ya estaba yo agachado esperando el aguacero y sin poder conciliar el sueño. Así pasé las horas de la noche, más largas para el triste desvelado que una guerra civil; hasta que por fin la mañana vino con paso de intervención, es decir, lentísimamente, a teñir de púrpura y rosa las cortinas de mi estancia.

El día anterior había sido hermoso, y no sé por qué me daba el corazón que el día 24 había de ser «día de agua». Fue peor todavía: amaneció nevando. Miré el termómetro y marcaba muchos grados bajo cero; como el crédito del Estado.

Resuelto a no moverme porque tuviera que hacerlo todo la suerte este mes, incliné la frente, cargada como el cielo de nubes frías, apoyé los codos en mi mesa y paré tal que cualquiera me hubiera reconocido por escritor público en tiempo de libertad de imprenta, o me hubiera tenido por miliciano nacional citado para un ejercicio. Ora vagaba mi vista sobre la multitud de artículos y folletos que yacen empezados y no acabados ha más de seis meses sobre mi mesa, y de que sólo existen los títulos, como esos nichos preparados en los cementerios que no aguardan más que el cadáver; comparación exacta, porque en cada artículo entierro una esperanza o una ilusión. Ora volvía los ojos a los cristales de mi balcón; veíalos empañados y como llorosos por dentro; los vapores condensados se deslizaban a manera de lágrimas a lo largo del diáfano cristal; así se empaña la vida, pensaba; así el frío exterior del mundo condensa las penas en el interior del hombre, así caen gota a gota las lágrimas sobre el corazón. Los que ven de fuera los cristales los ven tersos y brillantes; los que ven sólo los rostros los ven alegres y serenos...

Haré merced a mis lectores de las más de mis meditaciones; no hay periódicos bastantes en Madrid, acaso no hay lectores bastantes tampoco. ¡Dichoso el que tiene oficina! ¡Dichoso el empleado aun sin sueldo o sin cobrarlo, que es lo mismo! Al menos no está obligado a pensar, puede fumar, puede leer la Gaceta.

–¡Las cuatro! ¡La comida! –me dijo una voz de criado, una voz de entonación servil y sumisa; en el hombre que sirve hasta la voz parece pedir permiso para sonar.

Esta palabra me sacó de mi estupor, e involuntariamente iba a exclamar como don Quijote: «Come, Sancho hijo, come, tú que no eres caballero andante y que naciste para comer»; porque al fin los filósofos, es decir, los desgraciados, podemos no comer, pero ¡los criados de los filósofos! Una idea más luminosa me ocurrió: era día de Navidad. Me acordé de que en sus famosas saturnales los romanos trocaban los papeles y que los esclavos podían decir la verdad a sus amos. Costumbre humilde, digna del cristianismo. Miré a mi criado y dije para mí: «Esta noche me dirás la verdad». Saqué de mi gaveta unas monedas; tenían el busto de los monarcas de España: cualquiera diría que son retratos; sin embargo, eran artículos de periódico. Las miré con orgullo:

–Come y bebe de mis artículos –añadí con desprecio–; sólo en esa forma, sólo por medio de esa estratagema se pueden meter los artículos en el cuerpo de ciertas gentes.

Una risa estúpida se dibujó en la fisonomía de aquel ser que los naturalistas han tenido la bondad de llamar racional sólo porque lo han visto hombre. Mi criado se rió. Era aquella risa el demonio de la gula que reconocía su campo.

Tercié la capa, calé el sombrero y en la calle.

¿Qué es un aniversario? Acaso un error de fecha. Si no se hubiera compartido el año en trescientos sesenta y cinco días, ¿qué sería de nuestro aniversario? Pero al pueblo le han dicho: «Hoy es un aniversario», y el pueblo ha respondido: «Pues si es un aniversario, comamos, y comamos doble». ¿Por qué come hoy más que ayer? O ayer pasó hambre u hoy pasará indigestión. Miserable humanidad, destinada siempre a quedarse más acá o ir más allá.

Hace mil ochocientos treinta y seis años nació el Redentor del mundo; nació el que no reconoce principio y el que no reconoce fin; nació para morir. ¡Sublime misterio!

¿Hay misterio que celebrar? «Pues comamos», dice el hombre; no dice: «Reflexionemos». El vientre es el encargado de cumplir con las grandes solemnidades. El hombre tiene que recurrir a la materia para pagar las deudas del espíritu. ¡Argumento terrible en favor del alma!

Para ir desde mi casa al teatro es preciso pasar por la plaza tan indispensablemente como es preciso pasar por el dolor para ir desde la cuna al sepulcro. Montones de comestibles acumulados, risa y algazara, compra y venta, sobras por todas partes y alegría. No pudo menos de ocurrirme la idea de Bilbao: figuróseme ver de pronto que se alzaba por entre las montañas de víveres una frente altísima y extenuada; una mano seca y roída llevaba a una boca cárdena, y negra de morder cartuchos, un manojo de laurel sangriento. Y aquella boca no hablaba. Pero el rostro entero se dirigía a los bulliciosos liberales de Madrid, que traficaban. Era horrible el contraste de la fisonomía escuálida y de los rostros alegres. Era la reconvención y la culpa, aquélla agria y severa, ésta indiferente y descarada.

Todos aquellos víveres han sido aquí traídos de distintas provincias para la colación cristiana de una capital. En una cena de ayuno se come una ciudad a las demás.

¡Las cinco! Hora del teatro: el telón se levanta a la vista de un pueblo palpitante y bullicioso. Dos comedias de circunstancias, o yo estoy loco. Una representación en que los hombres son mujeres y las mujeres hombres. He aquí nuestra época y nuestras costumbres. Los hombres ya no saben sino hablar como las mujeres, en congresos y en corrillos. Y las mujeres son hombres, ellas son las únicas que conquistan. Segunda comedia: un novio que no ve el logro de su esperanza; ese novio es el pueblo español: no se casa con un solo Gobierno con quien no tenga que reñir al día siguiente. Es el matrimonio repetido al infinito.

Pero las orgías llaman a los ciudadanos. Ciérranse las puertas, ábrense las cocinas. Dos horas, tres horas, y yo rondo de calle en calle a merced de mis pensamientos. La luz que ilumina los banquetes viene a herir mis ojos por las rendijas de los balcones; el ruido de los panderos y de la bacanal que estremece los pisos y las vidrieras se abre paso hasta mis sentidos y entra en ellos como cuña a mano, rompiendo y desbaratando.

Las doce van a dar: las campanas que ha dejado la junta de enajenación en el aire, y que en estar en el aire se parecen a todas nuestras cosas, citan a los cristianos al oficio divino. ¿Qué es esto? ¿Va a expirar el 24 y no me ha ocurrido en él más contratiempo que mi mal humor de todos los días? Pero mi criado me espera en mi casa como espera la cuba al catador, llena de vino; mis artículos hechos moneda, mi moneda hecha mosto se ha apoderado del imbécil como imaginé, y el asturiano ya no es hombre; es todo verdad.

Mi criado tiene de mesa lo cuadrado y el estar en talla al alcance de la mano. Por tanto es un mueble cómodo; su color es el que indica la ausencia completa de aquello con que se piensa, es decir, que es bueno; las manos se confundirían con los pies, si no fuera por los zapatos y porque anda casualmente sobre los últimos; a imitación de la mayor parte de los hombres, tiene orejas que están a uno y otro lado de la cabeza como los floreros en una consola, de adorno, o como los balcones figurados, por donde no entra ni sale nada; también tiene dos ojos en la cara; él cree ver con ellos, ¡qué chasco se lleva! A pesar de esta pintura, todavía sería difícil reconocerle entre la multitud, porque al fin no es sino un ejemplar de la grande edición hecha por la Providencia de la humanidad, y que yo comparo de buena gana con las que suelen hacer los autores: algunos ejemplares de regalo finos y bien empastados; el surtido todo igual, ordinario y a la rústica.

Mi criado pertenece al surtido. Pero la Providencia, que se vale para humillar a los soberbios de los instrumentos más humildes, me reservaba en él mi mal rato del día 24. La verdad me esperaba en él y era preciso oírla de sus labios impuros. La verdad es como el agua filtrada, que no llega a los labios sino al través del cieno. Me abrió mi criado, y no tardé en reconocer su estado.

–Aparta, imbécil –exclamé empujando suavemente aquel cuerpo sin alma que en uno de sus columpios se venía sobre mí–. ¡Oiga! Está ebrio. ¡Pobre muchacho! ¡Da lástima!

Me entré de rondón a mi estancia; pero el cuerpo me siguió con un rumor sordo e interrumpido; una vez dentro los dos, su aliento desigual y sus movimientos violentos apagaron la luz; una bocanada de aire colada por la puerta al abrirme cerró la de mi habitación, y quedamos dentro casi a oscuras yo y mi criado, es decir, la verdad y Fígaro, aquélla en figura de hombre beodo arrimada a los pies de mi cama para no vacilar y yo a su cabecera, buscando inútilmente un fósforo que nos iluminase.

Dos ojos brillaban como dos llamas fatídicas en frente de mí; no sé por qué misterio mi criado encontró entonces, y de repente, voz y palabras, y habló y raciocinó; misterios más raros se han visto acreditados; los fabulistas hacen hablar a los animales, ¿por qué no he de hacer yo hablar a mi criado? Oradores conozco yo de quienes hace algún tiempo no hubiera hecho una pintura más favorable que de mi astur y que han roto sin embargo a hablar, y los oye el mundo y los escucha, y nadie se admira.

En fin, yo cuento un hecho; tal me ha pasado; yo no escribo para los que dudan de mi veracidad; el que no quiera creerme puede doblar la hoja, eso se ahorrará tal vez de fastidio; pero una voz salió de mi criado, y entre ella y la mía se estableció el siguiente diálogo:

–Lástima –dijo la voz, repitiendo mi piadosa exclamación–. ¿Y por qué me has de tener lástima, escritor? Yo a ti, ya lo entiendo.

–¿Tú a mí? –pregunté sobrecogido ya por un terror supersticioso; y es que la voz empezaba a decir verdad.

–Escucha: tú vienes triste como de costumbre; yo estoy más alegre que suelo. ¿Por qué ese color pálido, ese rostro deshecho, esas hondas y verdes ojeras que ilumino con mi luz al abrirte todas las noches? ¿Por qué esa distracción constante y esas palabras vagas e interrumpidas de que sorprendo todos los días fragmentos errantes sobre tus labios? ¿Por qué te vuelves y te revuelves en tu mullido lecho como un criminal, acostado con su remordimiento, en tanto que yo ronco sobre mi tosca tarima? ¿Quién debe tener lástima a quién? No pareces criminal; la justicia no te prende al menos; verdad es que la justicia no prende sino a los pequeños criminales, a los que roban con ganzúas o a los que matan con puñal; pero a los que arrebatan el sosiego de una familia seduciendo a la mujer casada o a la hija honesta, a los que roban con los naipes en la mano, a los que matan una existencia con una palabra dicha al oído, con una carta cerrada, a esos ni los llama la sociedad criminales, ni la justicia los prende, porque la víctima no arroja sangre, ni manifiesta herida, sino agoniza lentamente consumida por el veneno de la pasión que su verdugo le ha propinado. ¡Qué de tísicos han muerto asesinados por una infiel, por un ingrato, por un calumniador! Los entierran; dicen que la cura no ha alcanzado y que los médicos no la entendieron. Pero la puñalada hipócrita alcanzó e hirió el corazón. Tú acaso eres de esos criminales y hay un acusador dentro de ti, y ese frac elegante y esa media de seda, y ese chaleco de tisú de oro que yo te he visto son tus armas maldecidas.

–Silencio, hombre borracho.

–No; has de oír al vino una vez que habla. Acaso ese oro que a fuer de elegante has ganado en tu sarao y que vuelcas con indiferencia sobre tu tocador es el precio del honor de una familia. Acaso ese billete que desdoblas es un anónimo embustero que va a separar de ti para siempre la mujer que adorabas; acaso es una prueba de la ingratitud de ella o de su perfidia. Más de uno te he visto morder y despedazar con tus uñas y tus dientes en los momentos en que el buen tono cede el paso a la pasión y a la sociedad.

»Tú buscas la felicidad en el corazón humano, y para eso le destrozas, hozando en él, como quien remueve la tierra en busca de un tesoro. Yo nada busco, y el desengaño no me espera a la vuelta de la esperanza. Tú eres literato y escritor, y ¡qué tormentos no te hace pasar tu amor propio, ajado diariamente por la indiferencia de unos, por la envidia de otros, por el rencor de muchos! Preciado de gracioso, harías reír a costa de un amigo, si amigos hubiera, y no quieres tener remordimiento. Hombre de partido, haces la guerra a otro partido; a cada vencimiento es una humillación, o compras la victoria demasiado cara para gozar de ella. Ofendes y no quieres tener enemigos. ¿A mí quién me calumnia? ¿Quién me conoce? Tú me pagas un salario bastante a cubrir mis necesidades; a ti te paga el mundo como paga a los demás que le sirven. Te llamas liberal y despreocupado, y el día que te apoderes del látigo azotarás como te han azotado. Los hombres de mundo os llamáis hombres de honor y de carácter, y a cada suceso nuevo cambiáis de opinión, apostatáis de vuestros principios. Despedazado siempre por la sed de gloria, inconsecuencia rara, despreciarás acaso a aquellos para quienes escribes y reclamas con el incensario en la mano su adulación; adulas a tus lectores para ser de ellos adulado; y eres también despedazado por el temor, y no sabes si mañana irás a coger tus laureles a las Baleares o a un calabozo.

–¡Basta, basta!

–Concluyo; yo en fin no tengo necesidades; tú, a pesar de tus riquezas, acaso tendrás que someterte mañana a un usurero para un capricho innecesario, porque vosotros tragáis oro, o para un banquete de vanidad en que cada bocado es un tósigo. Tú lees día y noche buscando la verdad en los libros hoja por hoja, y sufres de no encontrarla ni escrita. Ente ridículo, bailas sin alegría; tu movimiento turbulento es el movimiento de la llama, que, sin gozar ella, quema. Cuando yo necesito de mujeres echo mano de mi salario y las encuentro, fieles por más de un cuarto de hora; tú echas mano de tu corazón, y vas y lo arrojas a los pies de la primera que pasa, y no quieres que lo pise y lo lastime, y le entregas ese depósito sin conocerla. Confías tu tesoro a cualquiera por su linda cara, y crees porque quieres; y si mañana tu tesoro desaparece, llamas ladrón al depositario, debiendo llamarte imprudente y necio a ti mismo.

–Por piedad, déjame, voz del infierno.

–Concluyo: inventas palabras y haces de ellas sentimientos, ciencias, artes, objetos de existencia. ¡Política, gloria, saber, poder, riqueza, amistad, amor! Y cuando descubres que son palabras, blasfemas y maldices. En tanto el pobre asturiano come, bebe y duerme, y nadie le engaña, y, si no es feliz, no es desgraciado, no es al menos hombre de mundo, ni ambicioso ni elegante, ni literato ni enamorado. Ten lástima ahora del pobre asturiano. Tú me mandas, pero no te mandas a ti mismo. Tenme lástima, literato. Yo estoy ebrio de vino, es verdad; pero tú lo estás de deseos y de impotencia...!

Un ronco sonido terminó el diálogo; el cuerpo, cansado del esfuerzo, había caído al suelo; el órgano de la Providencia había callado, y el asturiano roncaba. «¡Ahora te conozco –exclamé– día 24!»

Una lágrima preñada de horror y de desesperación surcaba mi mejilla, ajada ya por el dolor. A la mañana, amo y criado yacían, aquél en el lecho, éste en el suelo. El primero tenía todavía abiertos los ojos y los clavaba con delirio y con delicia en una caja amarilla donde se leía «mañana». ¿Llegará ese «mañana» fatídico? ¿Qué encerraba la caja? En tanto, la noche buena era pasada, y el mundo todo, a mis barbas, cuando hablaba de ella, la seguía llamando noche buena.

El Redactor General, n.º 42, 26 de diciembre de 1836.










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martes, 11 de diciembre de 2012

RENACIMIENTO




Las Historias Mínimas de Javier Tomeo vuelven a la RESAD, en una muestra conjunta de los alumnos del tercer curso de la especialidad de Dirección Escénica.
El miércoles 12 de diciembre el público de Madrid tiene una cita con el debút en la Sala García Lorca de una nueva generación de directores y directoras de escena, la primera promoción nacida a la luz del Plan Bolonia, en la Real Escuela Superior de Arte Dramático. La función es una iniciativa del director de escena y profesor Eduardo Vasco que, por segundo año consecutivo, propone a sus estudiantes un cara a cara con los inclasificables textos del novelista y dramaturgo aragonés Javier Tomeo. Siete piezas breves cargadas de simbolismo, a caballo entre el existencialismo y el teatro del absurdo.

Uno de los aspectos más positivos de los textos de Tomeo es que son muy abiertos y permiten dar una lectura personal a cada artista. Rosell Murillo, una de las creadoras presentes en la muestra, explica: "El grupo ha gozado de entera libertad a la hora de seleccionar su historia mínima, cada uno se ha decidido por aquella que más le ha motivado". Amanda Marinas, la directora más joven de la muestra, ha elegido una pieza en la que un hombre solitario, que ha recorrido todos los caminos del mundo, pide a un campesino que le plante: "Lo que me hizo seleccionar la escena de la plantación fue un impulso, me atraparon en especial las acotaciones y me punzó la última didascalia: esperando el milagro de una nueva primavera que le haga, por fin, fructificar."

La directora, que confesaba desconocer previamente a este montaje la obra de Javier Tomeo, ha querido traducir el aspecto surrealista de la escena a un lenguaje corporal que, según describe, se acerca a la danza. Marinas destaca especialmente el universo de simbologías y el sintetismo del autor. "A lo largo del proceso de ensayos la escena ha pasado de la tragedia, a la comedia, al drama, al teatro del absurdo...ahora no sabría como clasificarla" 

La musicalidad y la poesía del texto de Tomeo han supuesto un reto para la directora: "La escena me acercaba al perfume de la poesía de Antonio Machado. Me interesaba personalmente tratar la esperanza del hombre que, como el viejo olmo, quiere renacer".

Las dos funciones que se han previsto tendrán lugar los días 12 y 13 de diciembre a las 19:00 horas y el acceso es libre para el público, previa solicitud. Dos días de teatro mínimo con grandes historias en escena.



Antecrítica mínima




Historias mínimas, de Javier Tomeo, es llevada a escena como muestra de las prácticas de escenificación del alumnado de tercero de Dirección Escénica, en la Real Escuela Superior de Arte Dramático.

Historias mínimas, publicada en 1988, aúna algunas de las piezas más alabadas de Tomeo, autor difícil de clasificar dentro de una sola corriente o estilo literario, pero que recrea un imaginario propio, a medio camino entre lo kafkiano y lo absurdo.

¿Son los textos narrativos de Tomeo especialmente indicados para la escena? ¿Quizá por su carácter no resuelto? “Los textos se plantean como escenas muy abiertas, que invitan necesariamente a tomar decisiones como director”, explica Eduardo Vasco, profesor responsable de la muestra.

Se trata del primer montaje en sala por parte de los alumnos y las alumnas de tercero: Gonzalo Azcona, Rosel Murillo, Rebeca Sanz, Amanda Marinas, Antonio Domínguez, Carlos Tuñón y Bárbara Risso. La elección de los distintos textos se ha llevado a cabo por cada director o directora, y obedece a distintos factores: “el estímulo emocional de una escena, que te traspasa en un momento dado cuando la lees”, dice Amanda Marinas; o “el hecho de que, como director, suponga un reto, un desafío artístico”, añade Rosel Murillo.

El sentido integral del espectáculo en parte se trata de lograr a través del orden de las piezas, que en la mayoría de los casos ha sido decidido en función de necesidades relacionadas con el público y con la utilización del espacio. Las intenciones de los distintos creadores y creadoras responsables del espectáculo son muy diversas pero “se mantiene siempre y en cualquier caso la responsabilidad por el cuidado del equipo artístico y su proceso de trabajo”, en palabras de Bárbara Risso.

En el espectáculo participan actores y actrices de la propia escuela, y también algunos ajenos a la misma. También en estos días se ultiman los detalles de la parte técnica del montaje: “el hecho de tener que coordinar un diseño básico de iluminación, por ejemplo, válido para todos, hace que la fase de montaje técnico sea mucho más complicada que en una muestra individual”, explican Rebeca Sanz y Antonio Domínguez.

El montaje se llevará a cabo dos días seguidos a la misma hora, y para asistir al mismo será imprescindible apuntarse previamente en las listas disponibles en conserjería desde la mañana del mismo miércoles.


Historias mínimas, de Javier Tomeo.
RESAD de Madrid. Martes 12 y miércoles 13 de diciembre, 19h.
Avda. de Nazaret, 2.

lunes, 10 de diciembre de 2012

¿Está la crítica en fase crítica?

La palabra 'crisis' se ha convertido en los últimos años en una de las más utilizadas, no solo con un sentido económico. A la conciencia finisecular y también de final del milenio se sumaron pronto los primeros coletazos de una situación de recesión global económica, política y social.

En semejante panorama no resulta nada extraño plantearnos una supuesta crisis de aquello que debería hacer entrar en crisis al resto: la crítica. Claro está que cuando aquí hablamos de 'hacer entrar en crisis' no estamos haciendo uso de ese término al modo peyorativo y en el fondo conservador en que suele hacerse. La crítica debería provocar crisis porque su labor es justamente cuestionar, tensionar límites; y, en ese sentido, desestabilizar dogmas.

Así pues, ¿está en crisis la crítica? Si la crisis se entiende como sinónimo de cataclismo, quizá sea bueno añadir que la multiplicación de esferas de opinión no significa falta de calidad o fiabilidad del sentido crítico; en líneas generales, pensamos que no es así. Cuanto más, mejor.

Pero en un sentido más positivo, sería bueno afirmar que sí, que ojalá la crítica teatral (y del tipo que sea), especialmente si eso es estímulo de cuestionamiento y mejora, esté en crisis permanente. De acuerdo a los tiempos que corren. Necesitamos aplicar un sentido crítico al mundo -también al mundo del teatro- con el fin de desestabilizarlo. Solo así podremos después reconstruirlo.


domingo, 9 de diciembre de 2012

En busca del público




La autoría de una obra literario dramática es un correlato de la respiración de quien la
escribe. Uno escribe como respira. Y uno siente que al escribir y respirar sobre la base
de una emoción estética está creando algo nuevo y transformador y por lo tanto es capaz
de conectar. Cada autor, cada autora brega entre el sufrimiento y la alegría para llenar su
universo de contenido. En el caso de que esta amalgama de sentimientos consiga hallar
el camino del público, la intuición poética del autor llegará traducida, interpretada por
otras personas que en un acto de hospitalidad, y por lo tanto de amor, la colocarán en
pliegos de papel encuadernados o la elevaran sobre las tablas de un escenario. O quizás
suceda todo lo contrario,

Y es que conocer al público del teatro tiene que ver con el conocimiento de los
espacios teatrales de la ciudad en la que uno desarrolla su actividad, en este caso,
Madrid. Especialmente a los programadores de las salas, aquellos que deciden qué
obra encajará en la próxima temporada teatral, pues ellos y ellas, supuestamente, sí
conocen a su público. Que el Centro Dramático Nacional, el Matadero, el Español, el
Teatro de la Abadía, o las empresas Focus o Smedia, elijan determinados proyectos
para su representación pública, está íntimamente relacionado con las líneas editoriales
diseñadas para los teatros que gestionan. Sus decisiones a lo largo de los años han ido
configurando al público de sus teatros, aquel que pagará su entrada por ver lo más
moderno, lo más clásico, lo más comercial... de la amplísima oferta que autores y
compañías les ofrecen.

Desconozco en absoluto cuál sería mí público, el público con el que yo podría llegar
a comunicarme mediante un artefacto escrito o representado. Al margen del reducido
número de personas que me conocen, no sé nada de este público, mi público potencial,
quienes mirarían en vivo una función con un texto firmado por mí. No sé nada tampoco
de aquellos que lo leerían, ni siquiera del que asistiría en diferido desde su casa a
una posible grabación del espectáculo, en una de las múltiples ventanas disponibles
en internet. Que una obra llegue a conectar con un número más o menos amplio de
espectadores tiene que ver, la mayoría de las veces, con una sucesión encadenada
de felices casualidades, sobre las cuales el talento artístico del autor nunca gobierna.
Hay otra clase de habilidad, que también es una clase de talento, que facilita mucho
las aspiraciones de comunicación pública de una obra: la capacidad del artista para
relacionarse con su entorno social y promocionarse.

Después de pensar durante unos minutos en cómo avanzar en este ejercicio de homenaje
a Larra, la idea me sigue inquietando bruscamente: ¿cuál será mi público? Me decido
a pasear, como Larra, por Madrid, buscando a las personas idóneas para ser público de
teatro, pero no de cualquier teatro, sino de mi teatro. Redacto en mi memoria algunas
frases: amiga, ¿a usted le gusta que el teatro le provoque emociones?; ¿le ayude a
vivir?; ¿le ponga en contacto con ritos ancestrales?...¿No?. Usted quizás sea muy
exigente, pero si le hablo de la traición, de la culpa, del amor y de la muerte, quizás...

Reviso los argumentos teatrales que en este momento estoy trabajando, asumo la
dificultad de la tarea y bajo a la plaza de Lavapiés. Me sitúo frente a la cola que se
forma para entrar en el teatro Valle-Inclán, decidido a emplear mi razonamiento del
párrafo anterior. A priori, y para animarme, autogenero la siguiente sensación: la mayor

parte de la gente que aguarda para ver Lucido de Rafael Splegerbud, también podría ser
público de una obra mía: la del trasterrado, la de la joven africana, la de los comediantes
pícaros, la de la mujer oculta detrás de la máscara... Siento pudor, pero abordo a una
señora de cuarenta años que está sola. Se produce el siguiente diálogo:

YO.- Señora, perdone, me permite una pregunta ¿a usted le gustaría asistir como
público a una obra de teatro en la que un joven mata a su padre, se convierte en rey,
tiene cuatro hijos con su propia madre, y luego cuando se entera se saca los ojos?
LA SEÑORA.- No se haga usted el listo. Conozco a Edipo. Yo he leído a los clásicos y
he asistido a muchas representaciones teatrales.
YO.- Ya, ¿y si yo le dijera que mi versión es una ópera rock ambientada en China?
LA SEÑORA.- Anticuado...
YO.- Y si no hubiera palabras y todo se trasmitiera con gestos...
LA SEÑORA.- Soy filóloga.
YO.- Ya. ¿y si hubiera un mensaje actual político y social? ¿El 15-M? ¿la crisis?
LA SEÑORA.- Habría que hilar muy fino. Explíquese mejor...
YO.- No importa, no se preocupe, ya veo que usted es de las mías...

Repito las preguntas, con algunas variantes en las que poco a poco voy incluyendo
mis propios temas, a varias personas que me encuentro en el trayecto entre la Plaza
de Lavapiés y el Nuevo Teatro Fronterizo, un espacio teatral en el que trabajo por
las tardes peinando clásicos. En principio todas ellas contestan con cierto grado de
compromiso a mis preguntas, es decir que todas ellas irían a ver alguna de mis obras,
sobre todo si fuera gratis. Me alegro con una alegría engañosa, soy consciente de
ello, porque en el fondo pienso que para el actual madrileño y madrileña medios, o
sea medio-bajos en estos tiempos, gastar quince o veinte euros en una obra de teatro
puede dejarles sin ese libro que necesitan, esas cañitas con los amigos tan agradables,
esa compra en el Carrefour para una semana o el pantalón de chandal que necesita
el pequeño. La conciencia de clase me dice que tal y como está la sociedad, el teatro
es un lujo burgués al alcance de pocos y que debo ser consecuente con el tiempo que
vivo. Pero el corazón del artista me dice que el teatro es una herramienta para aprender
a vivir, tanto para el que lo hace como para quien asiste a las funciones. Que es tan
necesario como el libro, la comida, la caña o el chandal. Por eso me atrevo a decirme
que el público de una obra que yo escriba puede ser todo el que llegué a oír hablar de mí
y de ella. Que hay que mantener la vocación por muy duros que sean los tiempos. Que
lo importante es respirar.

miércoles, 5 de diciembre de 2012

COMENTARIO SOBRE LA CRÍTICA TEATRAL



            La crítica teatral es para mí un gran conflicto dramático interno: aquel que experimenta el escritor entre la necesidad de reportar una información objetiva y veraz y su propósito de emitir públicamente una valoración, y como tal, subjetiva, acerca de un espectáculo o una obra artística.
            Al hacer una crítica literaria, teatral, cinematográfica, musical,… el escritor mezcla información y opinión, no pudiendo, o debiendo, a mi entender, existir una sin la otra. Siendo el hecho de informar lo más objetivamente posible sobre el espectáculo la base de la crítica, considero que la dificultad y su verdadera esencia residen en la opinión argumentada que el crítico nos da acerca del mismo. Esto es, la virtud de proporcionar al potencial espectador del espectáculo, algo más que la sinopsis y la ficha técnica o artística del mismo, por ejemplo relacionando el hecho artístico de forma sincrónica con el teatro y la sociedad de su tiempo, al mismo tiempo que ubicándolo ,diacrónicamente, dentro de la historia del teatro y del arte.
            Creo que la crítica requiere tanto de una objetivación de los elementos integrantes del hecho teatral como de una sensibilidad especial hacia el análisis y la argumentación, junto con grandes dosis de empatía que le permita al escribiente ponerse del lado del espectador potencial del montaje objeto de la crítica. Y digo escribiente, y no escritor, por tratar de dignificarlo como oficio así como por señalar la acción inacabada que supone escribir esperando el feed-back de ese espectador que decidirá asistir o no a tal espectáculo y que se convertirá, a su vez, en crítico del mismo.
Así, considero que el principal destinatario y beneficiario de la crítica no es el artista, sino el lector o espectador interesado en el hecho teatral, decisor último de tomarla o no en consideración.
Por ello, cualquier crítica teatral, además de informar objetivamente sobre todos los componentes que hacen posible el espectáculo, su ubicación, temporalización etc, deberá aportar datos difícilmente objetivables al entrar en el campo de la opinión, como son la originalidad del mismo, la valoración sobre su significado o su alcance, o incluso la fundamentación de la importancia implícita que concede el crítico al optar por resaltar unos aspectos sobre otros.
Así, desechando la arbitrariedad y la gratuidad en los juicios, considero parte de la riqueza del arte de hacer crítica teatral, aquella que reside en la expresión de la propia idiosincrasia del que la ejerce entendiendo el teatro como un fenómeno vivo, no estático, cuyo alcance, valoración y repercusión social depende también de los ojos que lo miran.