martes, 21 de mayo de 2013

Tragedia yerma: la pérdida de Lorca



Yerma. De Federico García Lorca. Con Silvia Marsó y Marcial Álvarez.
Escenografía de Mónica Boromello. Música de Enrique Morente. Iluminación de Juan Gómez-Cornejo. Dirección de Miguel Narros.
Teatro María Guerrero. Centro Dramático Nacional
C/ Tamayo y Baus, 4
11 Enero-17 Febrero 2013

Cuando Lorca escribió Yerma en 1934, dibujó la tragedia de un deseo insatisfecho: el de su protagonista por engendrar hijos y la presunta incapacidad de su marido. Como parte de la trilogía de grandes tragedias lorquianas, la obra se encuentra entre las principales del teatro español de todas las épocas. Junto con Bodas de Sangre y La casa de Bernarda Alba, Yerma supone la cima dramatúrgica de su autor y, en cierta medida, la de la tragedia en nuestro país.

En el nuestro como en cualquiera, el género de la tragedia no implica tanto el sufrimiento extremo de los personajes, como su peculiar manera de hacer frente al mismo: un denodado ejercicio de contención. Los personajes trágicos deciden aun sabiendo que su decisión provocará un gran dolor; y en esa disyuntiva inevitable los héroes y las heroínas -lo mismo Yerma que Clitemnestra- se muestran espartanas. Es de suponer, y quien esto escribe así lo hace, que todos los creadores y las creadoras tienen una innegable responsabilidad a la hora de revisitar los clásicos. Tanto más, cuando se trata de una obra de esta talla. Hace tiempo que la escenificación arqueológica quedó relegada a pieza de museo; no se trata de eso. Toda puesta en escena actualiza la obra, sus símbolos y sus significados; y en ese sentido debe aspirar a enriquecer el texto que ya es patrimonio universal. Solo así tiene sentido entender este último como un bien, un derecho y una responsabilidad que nos atañe a todas y a todos; solo así podemos entender el sentido público de la palabra 'cultura'.

Dicho esto, pasamos a comentar la puesta en escena de Miguel Narros (1928; Premio Nacional de Teatro en 1959 y 1987), estrenada el pasado mes de enero en el Centro Dramático Nacional. Diremos que se trata de un montaje que arranca con una interesante concepción del espacio escénico, que sin embargo tiende a perder fuerza a medida que el espectáculo avanza.

¿Es lícito transformar el género de una obra y mantener el nombre de su autor en el cartel? A medida que el espacio desvela su falta de evolución, la tragedia prometida se revela como eso: mera promesa de lo que pudo ser y deseamos que fuera. Pero nunca fue. Ni en las intenciones interpretativas de los actores: una Silvia Marsó próxima a la histeria, y un Marcial Álvarez simplemente insustancial. Ni en el tratamiento de los personajes secundarios: las lavanderas, las hermanas de Juan... Tampoco en el tratamiento de los elementos simbólicos y rituales presentes en el texto, simplemente invisibles en la puesta en escena.

Si se desea ahondar en el elemento costumbrista de la dramaturgia lorquiana, quizá pueda sacársele provecho al montaje. A costa, eso sí, de perder la tragedia, el rito, el personaje... e incluso a Lorca. El público, que no pareció defraudado, rió de buena gana, eso sí, en varios momentos de la representación. En plena coherencia con la parodia que se desarrollaba ante nuestros ojos.

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