Exponer públicamente una autocrítica
sincera es principio ético que nunca ha estado de moda en un país tan dado a la
intolerancia como España. La reflexión que Nacho Garzón hace sobre el ejercicio
de su profesión de crítico, comienza con las dudas e inquietudes del
autor sobre su propia capacidad para ejecutar tan espinosa tarea. De este modo
las palabras de Garzón adquieren, ya desde las primeras líneas, un valor
especial. El escritor muestra abiertamente una conclusión sobre lo que la crítica
es para él: “un ejercicio de respeto y
humildad”.
Con un estilo ameno y directo,
escrito en una primera persona sin máscaras ni envoltorios, el texto insiste en
la necesidad de no experimentar miedo a la
hora de valorar una obra. El autor apela a Baudelaire (no sin enfatizar
antes que la crítica no es una actividad indudable) para afirmar con él que la
tarea del crítico ha de ser “parcial, apasionada y política”.
El texto avanza proponiendo ejemplos de críticos
que han ejercido –y sufrido– su propio y particular código deontológico, como
es el caso de Ignacio Echevarría. Este crítico literario, que reivindicaba un
cierto grado de contundencia, fue apartado del suplemento Babelia, por su crítica a la novela de Bernardo Atxaga, El hijo del
acordeonista, en aquel momento uno de los lanzamientos más importantes
de Alfaguara, sello editorial que pertenece al mismo grupo empresarial del periódico.
El crítico afirmó haber sido objeto de una represalia por culpa de una nota
negativa que arrancaba del siguiente modo: “Resulta difícil sobreponerse al
estupor que suscita la lectura de esta novela. Cuesta creer que, a estas
alturas, se pueda escribir así”. ¿No queda en entredicho la credibilidad de un
diario, cuando entran en colisión los intereses del grupo empresarial al que
pertenece con una crítica independiente? En mi opinión el crítico está sujeto a
intereses empresariales, de “lobby”, muy complicados de eludir. Recientemente
hemos tenido el caso del rechazo por parte del escritor Javier Marías del
Premio Nacional de Literatura, hecho que ha ocasionado multitud de alabanzas y
también algunas críticas. Dicho rechazo lleva inmediatamente a pensar en la empresa editora de Los
enamoramientos, de nuevo el grupo PRISA, que debe estar frotándose las páginas
ante la impagable publicidad (incomparable a los 20.000 euros del Premio
Nacional) que la decisión del escritor habrá reportado. Cualquiera puede
constatar el esfuerzo promocional que ha realizado la editorial Alfaguara para
comunicar la existencia de este libro. Imagino que pocas personas interesadas
en la literatura habrán quedado al margen del tan comentado rechazo y otras
muchas, que seguramente nunca comprarían la novela, lo habrán hecho por la
curiosidad que el posicionamiento ético de Marías ha despertado. Sería
interesante saber cuál era el balance de ventas (y los derechos de autor
correspondientes) antes y cuál será después de la decisión. Cuestión de
intereses.
Garzón continúa citando ejemplos de
destacados críticos (y de algunos artistas como Kantor o Marsillach) que han
ejercido, sufrido o analizado el oficio. Me detengo en la valoración ecuánime
de Miguel García-Posada cuando subraya: “la función primordial debe ser la de
orientar al lector...Orienta significa valorar con la mayor precisión que sea
posible...”
En un ejercicio de circularidad final,
Garzón vuelve sobre la infalibilidad del crítico profesional, que no deja de
ser un ser humano con emociones. Confiesa haber llorado en ocasiones y haberse
aburrido en otras. Y queremos creerle cuando dice que ha respetado, desde su
atalaya de crítico especializado, el esfuerzo que cualquier función, por
humilde que esta sea, requiere para ser expuesta al público.
DEFENSA DE LA ESCRITURA CRÍTICA
Con la erudición de la que hacía gala
en cada columna, el maestro Haro ofrece en esta un brevísimo pero interesante
recorrido por la historia de la crítica literaria. De Aristarco a Steiner, Haro
confronta al crítico con el criticado, aunque su condición misma de escritor y
crítico le lleva a posicionarse claramente del lado de la buena escritura. Su
tesis concluye que todo buen escritor también es un crítico, como buen
observador del tiempo y de los acontecimientos que le corresponden vivir. Cita
Haro a George Steiner, uno de los más grandes profesores, críticos y teóricos
de la literatura, para recordar de memoria una afirmación (que nosotros también
defendemos): para ser crítico de la literatura es necesario, ante todo, escribir
bien. Palabras que en el caso de Eduardo Haro Tecglen son un axioma, pues sus
críticas –como toda su escritura– eran una interpretación lúcida, con una
exigencia máxima en el uso original de su lenguaje personal y de su vasta
cultura, de lo observado.
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