sábado, 17 de noviembre de 2012

"Ya soy redactor" de M. J. de Larra


¿Por qué extraña fatalidad ha de anhelar el hombre siempre lo que no tiene? Preguntémosle a un joven barbilucio qué desea. «¿Cuándo tendré barbas?», exclama en su interior. Nácenle las barbas, y hele allí maldiciendo ya del barbero y de la navaja. «¿Cuándo hallaré en mi Filis correspondencia?», le grita en el fondo de su corazón un deseo innato de amar y de ser amado. Ya oyó el sí. ¡Gozó el bien que deseaba! Y ya maldice del amor y sus espinas. ¿Le prefiere Laura? Pues todo su deseo se cifra en conquistar a Amira que le desprecia. ¿De qué nace esta sed insaciable, este deseo vividor, reemplazado por otros y otros deseos que rápidamente se suceden, sin encontrar jamás sino imperfecta satisfacción?

El padre Almeida, si mal no me acuerdo, dice entre otras cosas curiosas, y aun lo afianza, que la Providencia quiso poner en nosotros este deseo implacable para que nos atestiguase eternamente que no hacemos en este mundo transitorio sino una corta peregrinación, y que la satisfacción de nuestros deseos no está en esta vida, sino en otra más perfecta y duradera. Así debe de ser, y cierto que vivimos de todas suertes agradecidos a la previsión y ardiente caridad con que el reverendo padre nos quiso sacar de esta peregrina duda. Yo, que no tengo un ápice de metafísico, y que dejo la resolución de estos problemas a aquellos que tienen más noticias ciertas que yo de nuestro destino, me ciño a decir que el deseo existe, y esto basta para mi propósito.

Yo, Fígaro, soy de ello una viva prueba: no bien me había tentado el enemigo malo, y sentí los primeros pujos de escritor público, cuando dieron en írseme los ojos tras cada periódico que veía, y era mi pío por mañana y noche: «¿Cuándo seré redactor de periódico?». Figurábaseme, sí, desde luego, obra de romanos el llenar y embutir con verdades luminosas las largas columnas de un papel público; pero en cambio era para mí de la mayor consideración el imaginarme a la cabeza de una sección literaria, recibiendo comunicados atentos y decorosos, viendo diariamente consignadas en indelebles caracteres de imprenta mis propias ideas y las de mis amigos, y sin más trabajo, a mi parecer, que el haber de contar y recontar al fin de mes los sonantes doblones que el público desinteresado tiene la bondad de depositar en cambio de papel en los arcones periodísticos de una empresa, luz y antorcha de la patria, y órgano de la civilización del país.

Dejemos aparte las causas y concausas felices o desgraciadas que de vicisitud en vicisitud me han conducido al auge de periodista: lo uno porque al público no le importarán probablemente, y lo otro porque a mí mismo podría serme acaso más difícil de lo que a primera vista parece el designarlas. El hecho es que me acosté una noche autor de folletos y de comedias ajenas, y amanecí periodista: mireme de alto abajo, sorteando un espejo que a la sazón tenía, no tan grande como mi persona, que es hacer el elogio de su pequeñez, y dime a escudriñar detenidamente si alguna alteración notable se habría verificado en mi físico; pero por fortuna eché de ver que como no fuese en la parte moral, lo que es en la exterior y palpable, tan persona es un periodista como un autor de folletos. «¡Ya soy redactor!», exclamé alborozado, y echéme a fraguar artículos, bien determinado a triturar en el mortero de mi crítica cuanto malandrín literario me saliese al camino en territorio de mi jurisdicción. Pero ¡ay de mí, insensato, que, chasco sobre chasco, vivo hoy tan desengañado de periodista como de autor de comedias! Diré brevemente lo que me aconteció, sin descubrir por otra parte los recursos ocultos que mueven la gran máquina de un periódico, ni romper el velo del prestigio que cubre nuestros altares, que eso fuera sobrado e inoportuno desinterés; y juzgue el lector si no es preferible vivir tranquilamente suscrito a un periódico, que haberle sabia y precipitadamente de componer.

-¡Señor Fígaro!, un artículo de teatros.

-¿De teatros? Voy allá.

Yo escribo para el público, y el público, digo para mí, merece la verdad: el teatro, pues, no es teatro: la comedia es ridícula: el actor A es malo, y la actriz H es peor. ¡Santo cielo! Nunca hubiera pensado en abrir mi boca para hablar de teatros. Comunicado a renglón seguido en mi papel y en todos los contemporáneos, en que el autor de la comedia dice que es excelente, y el articulista un «acéfalo»: se conjuran los actores, cierran la puerta del teatro a mis comedias para lo sucesivo, y ponen el grito en los cielos. ¿Quién es el fatuo que nos critica? ¡Pícaro traductor, ladrón, pedante! ¿Y esto logra el pobre amigo de la verdad y de la ilustración? ¡Oh qué placer el de ser redactor!

Precipítome, huyendo del teatro, en la literatura. Un señorón encopetado acaba de publicar una obra indigesta. «Señor redactor -me dice en una carta seductora-, confío en el talento de usted y en nuestra amistad, de que le tengo dadas bastantes pruebas (por desgracia suele ser verdad), que hará un juicio crítico de mi obra, imparcial (imparcial llama él a un juicio que le alabe), y espero a usted a comer para que juntos departamos acerca de algunas ideas que convendría indicar, etc., etc.» Resista usted a estas indirectas, y opte usted entre la ingratitud y la mentira. Ambos vicios tienen sus acerbos detractores, y unos u otros se han de ensangrentar en el triste Fígaro. ¡Oh qué placer el de ser redactor!

 
¡Bueno! Traduciré noticias; al trabajo; corto mi pluma, desenvuelvo el inmenso papel extranjero; ahí van tres columnas. ¿Tres columnas he dicho? Al día siguiente las busco en la Revista, pero inútilmente.

-Señor director, ¿qué se hicieron mis columnas?

-Calle usted -me responde-, ahí están; no han servido: esta noticia es inoportuna; ésa arriesgada; la otra no conviene; aquella de más allá es insignificante; estotra es buena, pero está mal traducida.

-Considere usted que es preciso hacer ese trabajo en horas -replico lleno de entusiasmo-; el hombre llega a cansarse...

-Si usted es hombre que se cansa alguna vez, no sirve usted para periódicos...

-Me dolía ya la cabeza...

-Al buen periodista nunca le debe doler la cabeza...

-¡Oh qué placer el de ser redactor!

Dejémonos de ese fárrago, yo no sirvo para él. Vaya un artículo profundo; ojeo el Say y el Smith; de economía política será.

-Grande artículo -me dice el editor-, pero, amigo Fígaro, no vuelva usted a hacer otro.

-¿Por qué?

-Porque esto es matarme el periódico. ¿Quién quiere usted que le lea, si no es jocoso, ni mordaz, ni superficial? Si tiene además cinco columnas... Todos se me han quejado; nada de artículos científicos, porque nadie los lee. Perderá usted su trabajo.

-¡Oh qué placer el de ser redactor!

-Encárguese usted de revisar los artículos comunicados, y sobre todo las composiciones poéticas de circunstancias...

-¡Ay!, señor editor, pero habrá que leerlas...

-Preciso, señor Fígaro...

-¡Ay!, señor editor, mejor quiero rezar diez rosarios de quince dieces.

-¡Señor Fígaro...!

-¡Oh qué placer el de ser redactor!

Política y más política. ¿Qué otro recurso me queda? Verdad es que de política no entiendo una palabra. Pero ¿en qué niñerías me paro? ¡Si seré yo el primero que escriba política sin saberla! Manos a la obra; junto palabras y digo: «conferencias, protocolos, derechos, representación, monarquía, legitimidad, notas, usurpación, cámaras, cortes, centralizar, naciones, felicidad, paz, ilusos, incautos, seducción, tranquilidad, guerra, beligerantes, armisticio, contraproyecto, adhesión, borrascas políticas, fuerzas, unidad, gobernantes, máximas, sistemas, desquiciadores, revolución, orden, centros, izquierda, modificación, bill, reforma», etc., etc., etc. Ya hice mi artículo, pero ¡oh cielos! El editor me llama.

-Señor Fígaro, usted trata de comprometerme con las ideas que propala en ese artículo...

-¿Yo propalo ideas, señor editor? Crea usted que es sin saberlo. ¿Conque tanta malicia tiene...?

-Si usted no tiene pulso...

-Perdone usted; yo no creí que mi sistema político era tan... yo lo hice jugando...

-Pues si nos para perjuicio usted será el responsable...

-¿Yo, señor editor? ¡Oh qué placer el de ser redactor!

¡Oh, si esto fuese todo, y si sólo fuera uno responsable, pobre Fígaro, de lo que escribe! Pero ¡ah!, tocamos a otro inconveniente; supongo yo que ni apareció el autor necio, ni el actor ofendido, ni disgustó el artículo sino que todo fue dicha en él. ¿Quién me responde de que algún maldito yerro de imprenta no me hará decir disparate sobre disparate? ¿Quién me dice que no se pondrá «Camellos» donde yo puse «Comellas», «torner», donde escribí yo «Forner», «ritómico» donde «rítmico», y otros de la misma familia? ¿Será preciso imprimir yo mismo mis artículos? ¡Oh qué placer el de ser redactor! ¡Santo cielo! ¿Y yo deseaba ser periodista? Confieso como hombre débil, lector mío, que nunca supe lo que quise; juzga tú por el largo cuento de mis infortunios periodísticos, que mucho procuré abreviarte, si puedo y debo con sobrada razón exclamar ahora que ya lo soy: ¡Oh qué placer el de ser redactor!...

Revista Española, n.º 39, 19 de marzo de 1833. Firmado: Fígaro.






[Nota editorial: Otras eds.: Fígaro. Colección de artículos dramáticos, literarios, políticos y de costumbres, ed. Alejandro Pérez Vidal, Barcelona, Crítica, 2000, pp. 66-70; Artículos, ed. Carlos Seco Serrano, Barcelona, Planeta, 1981, pp. 368-372. Obras completas de D. Mariano José de Larra (Fígaro), ed. Montaner y Simon, Barcelona, 1886, pp. 266-268.]

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