¿Por qué extraña fatalidad ha de anhelar el hombre siempre
lo que no tiene? Preguntémosle a un joven barbilucio qué desea. «¿Cuándo tendré
barbas?», exclama en su interior. Nácenle las barbas, y hele allí maldiciendo
ya del barbero y de la navaja. «¿Cuándo hallaré en mi Filis correspondencia?»,
le grita en el fondo de su corazón un deseo innato de amar y de ser amado. Ya
oyó el sí. ¡Gozó el bien que deseaba! Y ya maldice del amor y sus espinas. ¿Le
prefiere Laura? Pues todo su deseo se cifra en conquistar a Amira que le
desprecia. ¿De qué nace esta sed insaciable, este deseo vividor, reemplazado
por otros y otros deseos que rápidamente se suceden, sin encontrar jamás sino
imperfecta satisfacción?
El padre Almeida, si mal no me acuerdo, dice
entre otras cosas curiosas, y aun lo afianza, que la Providencia quiso
poner en nosotros este deseo implacable para que nos atestiguase eternamente
que no hacemos en este mundo transitorio sino una corta peregrinación, y que la
satisfacción de nuestros deseos no está en esta vida, sino en otra más perfecta
y duradera. Así debe de ser, y cierto que vivimos de todas suertes agradecidos
a la previsión y ardiente caridad con que el reverendo padre nos quiso sacar de
esta peregrina duda. Yo, que no tengo un ápice de metafísico, y que dejo la
resolución de estos problemas a aquellos que tienen más noticias ciertas que yo
de nuestro destino, me ciño a decir que el deseo existe, y esto basta para mi
propósito.
Yo, Fígaro, soy de ello una viva prueba: no
bien me había tentado el enemigo malo, y sentí los primeros pujos de escritor
público, cuando dieron en írseme los ojos tras cada periódico que veía, y era
mi pío por mañana y noche: «¿Cuándo seré redactor de periódico?». Figurábaseme,
sí, desde luego, obra de romanos el llenar y embutir con verdades luminosas las
largas columnas de un papel público; pero en cambio era para mí de la mayor
consideración el imaginarme a la cabeza de una sección literaria, recibiendo
comunicados atentos y decorosos, viendo diariamente consignadas en indelebles
caracteres de imprenta mis propias ideas y las de mis amigos, y sin más
trabajo, a mi parecer, que el haber de contar y recontar al fin de mes los
sonantes doblones que el público desinteresado tiene la bondad de depositar en
cambio de papel en los arcones periodísticos de una empresa, luz y antorcha de
la patria, y órgano de la civilización del país.
Dejemos aparte las causas y concausas felices
o desgraciadas que de vicisitud en vicisitud me han conducido al auge de
periodista: lo uno porque al público no le importarán probablemente, y lo otro
porque a mí mismo podría serme acaso más difícil de lo que a primera vista
parece el designarlas. El hecho es que me acosté una noche autor de folletos y
de comedias ajenas, y amanecí periodista: mireme de alto abajo, sorteando un
espejo que a la sazón tenía, no tan grande como mi persona, que es hacer el
elogio de su pequeñez, y dime a escudriñar detenidamente si alguna alteración
notable se habría verificado en mi físico; pero por fortuna eché de ver que como
no fuese en la parte moral, lo que es en la exterior y palpable, tan persona es
un periodista como un autor de folletos. «¡Ya soy redactor!», exclamé
alborozado, y echéme a fraguar artículos, bien determinado a triturar en el
mortero de mi crítica cuanto malandrín literario me saliese al camino en
territorio de mi jurisdicción. Pero ¡ay de mí, insensato, que, chasco sobre
chasco, vivo hoy tan desengañado de periodista como de autor de comedias! Diré
brevemente lo que me aconteció, sin descubrir por otra parte los recursos
ocultos que mueven la gran máquina de un periódico, ni romper el velo del
prestigio que cubre nuestros altares, que eso fuera sobrado e inoportuno
desinterés; y juzgue el lector si no es preferible vivir tranquilamente
suscrito a un periódico, que haberle sabia y precipitadamente de componer.
Yo escribo para el público, y el público, digo
para mí, merece la verdad: el teatro, pues, no es teatro: la comedia es
ridícula: el actor A es malo, y la actriz H es peor. ¡Santo cielo! Nunca
hubiera pensado en abrir mi boca para hablar de teatros. Comunicado a renglón
seguido en mi papel y en todos los contemporáneos, en que el autor de la
comedia dice que es excelente, y el articulista un «acéfalo»: se conjuran los
actores, cierran la puerta del teatro a mis comedias para lo sucesivo, y ponen
el grito en los cielos. ¿Quién es el fatuo que nos critica? ¡Pícaro traductor,
ladrón, pedante! ¿Y esto logra el pobre amigo de la verdad y de la ilustración?
¡Oh qué placer el de ser redactor!
Precipítome, huyendo del teatro, en la
literatura. Un señorón encopetado acaba de publicar una obra indigesta. «Señor
redactor -me dice en una carta seductora-, confío en el talento de usted y en
nuestra amistad, de que le tengo dadas bastantes pruebas (por desgracia suele
ser verdad), que hará un juicio crítico de mi obra, imparcial (imparcial llama
él a un juicio que le alabe), y espero a usted a comer para que juntos
departamos acerca de algunas ideas que convendría indicar, etc., etc.» Resista
usted a estas indirectas, y opte usted entre la ingratitud y la mentira. Ambos
vicios tienen sus acerbos detractores, y unos u otros se han de ensangrentar en
el triste Fígaro. ¡Oh qué placer el de ser redactor!
¡Bueno! Traduciré noticias; al trabajo; corto mi pluma,
desenvuelvo el inmenso papel extranjero; ahí van tres columnas. ¿Tres columnas
he dicho? Al día siguiente las busco en la Revista , pero inútilmente.
-Calle usted -me responde-, ahí están; no han
servido: esta noticia es inoportuna; ésa arriesgada; la otra no conviene;
aquella de más allá es insignificante; estotra es buena, pero está mal
traducida.
-Considere usted que es preciso hacer ese
trabajo en horas -replico lleno de entusiasmo-; el hombre llega a cansarse...
Dejémonos de ese fárrago, yo no sirvo para él.
Vaya un artículo profundo; ojeo el Say y el Smith; de economía política será.
-Porque esto es matarme el periódico. ¿Quién
quiere usted que le lea, si no es jocoso, ni mordaz, ni superficial? Si tiene
además cinco columnas... Todos se me han quejado; nada de artículos
científicos, porque nadie los lee. Perderá usted su trabajo.
-Encárguese usted de revisar los artículos
comunicados, y sobre todo las composiciones poéticas de circunstancias...
Política y más política. ¿Qué otro recurso me
queda? Verdad es que de política no entiendo una palabra. Pero ¿en qué niñerías
me paro? ¡Si seré yo el primero que escriba política sin saberla! Manos a la
obra; junto palabras y digo: «conferencias, protocolos, derechos,
representación, monarquía, legitimidad, notas, usurpación, cámaras, cortes,
centralizar, naciones, felicidad, paz, ilusos, incautos, seducción,
tranquilidad, guerra, beligerantes, armisticio, contraproyecto, adhesión,
borrascas políticas, fuerzas, unidad, gobernantes, máximas, sistemas, desquiciadores,
revolución, orden, centros, izquierda, modificación, bill, reforma», etc.,
etc., etc. Ya hice mi artículo, pero ¡oh cielos! El editor me llama.
¡Oh, si esto fuese todo, y si sólo fuera uno
responsable, pobre Fígaro, de lo que escribe! Pero ¡ah!, tocamos a otro
inconveniente; supongo yo que ni apareció el autor necio, ni el actor ofendido,
ni disgustó el artículo sino que todo fue dicha en él. ¿Quién me responde de
que algún maldito yerro de imprenta no me hará decir disparate sobre disparate?
¿Quién me dice que no se pondrá «Camellos» donde yo puse «Comellas», «torner»,
donde escribí yo «Forner», «ritómico» donde «rítmico», y otros de la misma
familia? ¿Será preciso imprimir yo mismo mis artículos? ¡Oh qué placer el de
ser redactor! ¡Santo cielo! ¿Y yo deseaba ser periodista? Confieso como hombre
débil, lector mío, que nunca supe lo que quise; juzga tú por el largo cuento de
mis infortunios periodísticos, que mucho procuré abreviarte, si puedo y debo
con sobrada razón exclamar ahora que ya lo soy: ¡Oh qué placer el de ser
redactor!...
[Nota editorial: Otras eds.: Fígaro. Colección de artículos dramáticos, literarios, políticos y de costumbres, ed. Alejandro Pérez Vidal, Barcelona, Crítica, 2000, pp. 66-70; Artículos, ed. Carlos Seco Serrano, Barcelona, Planeta, 1981, pp. 368-372. Obras completas de D. Mariano José de Larra (Fígaro), ed. Montaner y Simon, Barcelona, 1886, pp. 266-268.]
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