Cuatro palabras a manera de Prólogo
José Echegaray.
AL AUTOR DE «EL GRAN GALEOTO»
en prueba de admiración y amistad,
LEOPOLDO ALAS
en prueba de admiración y amistad,
LEOPOLDO ALAS
Resultado natural y
fácil de prever, porque, el caso es de todo en todo nuevo para mi ingenio; la
ocasión -II-
inverosímil, de puro inesperada; y grande el conflicto, y el apuro
mayúsculo: no sólo, aunque esto fuera bastante, por mi ya confesada
esterilidad, sino por otras muchas y poderosas razones, que a su tiempo diré,
si no es que desde luego las digo; como voy a decirlas, sin poner más prólogo a
mi prólogo que las palabas que preceden.
Diré, pues, que esto de
ver mi persona, mis actos y mis obras en poder de críticos, cosa es harto
vista; y que no fuera novedad, ni nadie por novedad la tendría, y yo menos que
nadie, verlas y verlos a todos tres, obras, persona y actos, sin compasión
mordidos, y destrozados, y dispersos, y aun insepultos, cuando no aniquilados,
y hasta de la memoria de las gentes desvanecidos: todo por obra y gracia de la
crítica y de sus mortíferos rayos. Pero ver a un crítico en mi poder, sus
escritos bajo mi pluma, sus fazañas pendientes de mi fallo, esto sí que es cosa
peregrina, y combinación que a maravilla trasciende; esto sí que asombraría al
mundo, dado que el mundo se ocupase de nosotros, y que a mí mismo, que soy el
favorecido, me deja indeciso y suspenso.
¿Qué se hace en ocasión
semejante?, me pregunto, y no atino con la respuesta: ¡ni cómo dar con ella,
revolviendo precedentes de mi vida literaria, si por vez primera me veo en caso
tal!
Juzgar yo a un crítico,
analizar sus obras, disciplinar, por decirlo así, su palmeta, es invertir los
términos, es trastornar las leyes naturales, es algo parecido a las populares
aleluyas del mundo al revés, en que pinta la inspiración callejera
embarcaciones por los montes, carromatos por los mares, el pollo asando
tranquilamente al cocinero y el corderillo clavando aguda cuchilla -III- en la robusta garganta
del matachín. Carromato fui que por fuera de camino real avancé como pude, por
entre tumbos de gente espantadiza y tropiezos de ceñudos críticos: el asador y
el fuego sentí una y otra vez en mi pobre carne; corderillo inocente, en más de
una ocasión rasgome las entrañas agudo hierro, aunque jamás por lo visto
lograron acabar conmigo: y esto aprendí y de memoria me sé el papel de víctima;
pero inexperto en la obra, y espantado casi ante mi propia osadía, me veo, al
encontrarme con todo un crítico entre las manos, y al alcance, por ende, de mi
enojo.
Óiganme en confesión, y
cállenlo luego los que me lean: mi primer impulso fue el de la venganza: ojo
por ojo; golpe por golpe; dentellada por mordedura.
Pero vino después la
razón, señora tan respetable como fría, y murmuró a mi oído palabras tan
razonables como suyas. Que si hay críticos, me dijo, que merecen encontrarse
con otros como ellos, los hay también de saber y de conciencia, y que este, que
generosa y confiadamente viene a mí, separado y a larga distancia marcha de la
rencorosa y atrabiliaria turba. Que mi ensañamiento en su persona, agregó,
sería inútil, porque alas tan poderosas tiene, que del mismo altar del
sacrificio se me escaparía, dejándome como a Fedra, salvo el sexo, con el
crimen sobre la conciencia y sin el placer de haberlo saboreado. Y en suma,
añadió para concluir, que no fuera justo aplicar al inocente lo que aun para el
culpable repruebo, y hacerme cómplice de ese lamentable afán de ciertos
escritores de censurar por afición, morder por gusto y destruir reputaciones
por oficio.
Hiciéronme fuerza tales
razones, renuncié a la crítica -IV- abolida en el código de mi particular justicia, al
menos por esta vez, la pena del talión, por natural que sea y gustosa que
parezca, y aún me propuse, pasando de uno a otro extremo, hacer alarde de
generosidad, y entonar las alabanzas de que es digno el autor del libro, y sus
elegantes y profundos trabajos literarios.
Pero pronto hube de
renunciar a mi propósito, porque pensé que bien mirado ¿para qué necesita el
señor Alas de mis elogios? ¿Ni qué provecho pudiera reportar de ellos? ¿Ni qué
habían de aumentar a su buen nombre en la república de las letras unas cuantas
encomiásticas frases, por justas que fuesen, que sí lo serían? ¿Quién no conoce
a mi buen amigo? ¿Quién no ha oído su clarín de guerra, ya en son de
batalla, ya entonando marcha triunfal? ¿Quién no sabe que don Leopoldo Alas es
escritor a la vez elegante y profundo, ya severo y preciso, ya agudo y
epigramático, y siempre de levantado pensamiento, amante de la ciencia y noble
en sus propósitos? Nadie que circule por las plazas o callejuelas de la
literatura moderna lo ignora, que en los sitios principales de la ciudad del
arte se habrá encontrado, con mi buen amigo; pero si alguien, por acaso, lo
ignorase, con repasar el libro que a este prólogo sigue saldría de su
reprensible ignorancia y ahorraríase mis noticias y advertencias.
A mi juicio, la serie de
críticos que empieza en Larra y concluye en Balart está pidiendo con necesidad
y urgencia gente que la continúe y amplíe, y el señor Alas no debe contentarse
con menos que con ser uno de los insignes herederos de aquellos insignes
críticos.
Todo esto es exacto, y
está bien, y no hay quien ose contradecirlo; pero de aquí resulta que mis
elogios serían -V-
inútiles por sabidos, y por vulgares casi impertinentes, y que sólo
servirían para alentar la malicia del público, harto edificado, como ahora se
dice, con tantas alabanzas mutuas y tanta sociedad comanditaria como pulula por
el campo literario. Y de aquí resulta aún, como forzosa consecuencia, que
tampoco por este camino puedo llegar al fin de este mi premioso trabajo.
Por lo pronto he escrito
tres líneas y con esta son cuatro, lo cual no debe despreciarse, sobre todo
cuando van tan nutridas de pensamiento como el lector habrá notado.
Pero hay más: ocúrreseme
que, a no dudarlo, habría materia para un extenso y hasta majestuoso proemio,
si yo me lanzase a disertar sobre crítica literaria y sobre sus fundamentos y
preceptos. Pero el problema es grave. Difícil es hacer y hacer bien; pero ¡qué
difícil es no juzgar mal!
Para lo primero, basta a
veces una buena idea, de esas que casi siempre flotan en la atmósfera como
impalpables gérmenes, una mediana cultura y algunos instantes de inspiración.
Para lo segundo, ¡qué altas cualidades intelectuales son necesarias!, ¡qué
conjunto de opuestas aptitudes!, ¡quién ha podido nunca adivinar el fallo del
porvenir en materias de arte!, ¡quién ha podido jamás elevarse sobre las
pasiones, las preocupaciones o los caprichos del momento!, ¡quién puede ver con
luces que han de encenderse dentro de tres siglos!
En suma, cuanto más lo
pienso, más y más me afirmo en que no debo ocuparme aquí ni de la crítica ni de
sus reglas ni de sus desarreglos.
Y con este último
descalabro doy por insuperable la empresa, me declaro solemnemente vencido y
renuncio a escribir cosa formal con motivo y pretexto de este prólogo.
Mandaré, pues, a mi buen
amigo estas insulsas cuartillas; daranle muestra de mi buen deseo y de mi mala
suerte: si como ejemplo de humildad cristiana quiere darles entrada en su
libro, entren en buen hora, pero déjelas en la antesala, o en la escalera, si
no en el zaguán, que es lo más que merecen: si malas le parecieran, que prueba
daría de buen criterio con ello, ciérreles la puerta y déjelas sin compasión en
el arroyo, que allí se quedarán, porque yo no he de recogerlas.
Buena suerte al libro;
mala pena de olvido al prólogo, y larga vida y todo género de prosperidades
para sus autores, dicho sea sin mira interesada.
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