sábado, 22 de diciembre de 2012

Crítica mínima




Historias mínimas, de Javier Tomeo. Dirección de Gonzalo Azcona, Bárbara Risso, Rosel Murillo, Carlos Tuñón, Antonio Domínguez, Rebeca Sanz y Amanda Marinas. Con Laura Salido, Pablo Gallego, Raquel Pardo... Real Escuela Superior de Arte Dramático (Madrid). 12 y 13 de diciembre, 19h.

¿Qué significa la palabra ‘estilo’? ¿Debería un director o una directora de escena hacer de la búsqueda del estilo su principal preocupación? ¿Cuántos directores y directoras pueden considerarse en posesión de un estilo artístico propio?

Historias mínimas, conjunto atomizado de textos narrativos del inclasificable Javier Tomeo, ha sido puesto en escena por siete directores y directoras del tercer curso de Dirección Escénica, coordinados por el profesor Eduardo Vasco: Gonzalo Azcona, Bárbara Risso, Rosel Murillo, Rebeca Sanz, Carlos Tuñón, Antonio Domínguez y Amanda Marinas.

El recorrido por las distintas piezas ofrece justamente una visión de diferentes estilos, o por lo menos de la búsqueda, en muchos casos no consciente, de vías personales de expresión. El resultado, aunque no es igual de luminoso en todos los casos, sí muestra estos universos personales que comienzan a fraguarse. Y constatar esto es emocionante.

Porque el estilo puede surgir como algo negativo, que encierra y limita las posibilidades expresivas cuando su búsqueda se convierte en una obsesión. Si el estilo surge en cambio de forma natural, no forzada, lo que se muestra, lo que se disfruta sobre el escenario posee una autenticidad genuina, una verdad imposible de lograr de manera impostada.

Y hay verdad en cada una de las piezas representadas. En la de Bárbara Risso, que ha creado un fragmento de microcosmos a medio camino entre el ritual artaudiano y la visceralidad trágica y corporal que mueve a sus actrices y a su actor sobre el escenario. Presididos por ese violinista-demiurgo que se mantiene en la sombra, y que arroja una interesante lectura metafísica de la música, así considerada, para la escena.

En la de Amanda Marinas, también creadora de un universo mágico con una pizca más bien grande de absurdo, y que quizá podría haber sido explorado con mayor profundidad.

En la de Rebeca Sanz, que profundiza en la relación de una madre y su hijo en un contexto con referencias explícitas a la crisis económica y la precariedad que de ella resulta, por medio de una utilización tragicómica de la música y otros elementos escénicos.

En la de Antonio Domínguez, que recrea un universo mágico con reminiscencias muy cinematográficas, y que logra revestir de dignidad un texto muy desnudo y nada agradecido.

En la de Carlos Tuñón, también con claros referentes de estética cinematográfica, aunque con una construcción de imágenes no exenta de ciertos tópicos.

En la de Rosel Murillo, seguramente una de las mejores por su sorprendente sencillez, su sentido cómico del ritmo y su habilidad para construir un universo de sentido en solo unas pequeñas pero eficaces pinceladas.

Y también en la de Gonzalo Azcona que, con una intención claramente brechtiana, inaugura el montaje en una interacción permanente, aunque no completamente lograda, con el público.

Lo mejor de la muestra, sin duda, la observación de esta variedad de estilos distintos, que siempre es enriquecedora sobre el escenario; el trabajo en la dirección actoral, verdaderamente brillante en algunos casos; y la creación de ciertas imágenes de enorme potencia visual. Lo peor, también la dirección de actores, no lograda en todos los casos, y cierto déficit de dramaturgia en algunos otros.

En cualquier caso, tenemos a cuatro directoras y tres directores a la búsqueda no forzada, quizá ni siquiera pretendida, de un estilo propio, de un universo personal de significado. Eso supone un acto de honestidad en todos los casos. Y, como tal, se aplaude y se agradece.

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